(Conferencia dictada por Eduardo de la Tijera el 10 de noviembre de 1997, en la Expo Tecnológica ´97
organizada por la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación)
 
EXPO TECNOLOGICA ‘97
El Futuro del Desarrollo Tecnológico en México: Una Prospectiva a 25 Años"
10 de Noviembre de 1997
Eduardo de la Tijera Coeto
De la Tijera y Asociados, S. C.
Grupo TEXNE

Agradezco la invitación del Ing. Andrés Cohen, Presidente del Comité Directivo de Desarrollo Tecnológico, y del Ing. Víctor Manuel López Bolaños, Presidente del Consejo Coordinador de las Industrias Química y Paraquímica, a participar en esta Sesión Plenaria de la Expo tecnológica, así como por su confianza y, sobre todo, su audacia al permitirme hablar sobre el desarrollo tecnológico de México.

Mi participación la he titulado "El Pasado del Desarrollo Tecnológico: Una Retrospectiva a 25 Años de Distancia", porque me he tomado la libertad de adoptar una óptica distinta a la de los demás ponentes. Sí, amigos, hoy es 10 de noviembre del año 2022 y estamos reunidos en esta Expo Tecnológica para revisar lo que ha sucedido con el desarrollo tecnológico de México en los últimos 25 años.

No abusaré de su tiempo, porque yo tampoco puedo abusar mucho del mío. Ya tengo 70 años y Ustedes entenderán que esta edad, tengo que aprovechar cada minuto que me queda. Sin embargo, empezaré haciendo un recuento de lo que hoy es México, para luego pasar a recordar lo más importante que ha sucedido con el desarrollo tecnológico en estos cinco lustros.

México es un país más grande y mejor que el que teníamos allá en 1997, cuando empezaron a darse los grandes cambios que dejaron huella indeleble en muchos de los aspectos de la vida de todos nosotros.

Somos poco menos de 140 millones de mexicanos debido, en gran parte, a que llevamos diez años en los que la población crece a tasas del 1.5 por ciento anual, como resultado de un notable incremento en el nivel de educación de los mexicanos.

Hoy, el mexicano promedio ha logrado cursar doce años de instrucción básica, que corresponde al nivel bachillerato, situación que ha sido clave para la gran transformación del país en casi todos los órdenes de la vida nacional.

El nivel de vida de los mexicanos también ha mejorado en forma sustancial. Nuestro ingreso per cápita creció de los 3 mil dólares de 1996 a poco más de 10,200 dólares, el año pasado, gracias a que nuestra economía también ha crecido en forma sostenida, a ritmos promedio del 6 por ciento anual, durante los últimos 25 años.

Si bien no gozamos aún de los niveles de ingreso de otros países, todavía etiquetados como "desarrollados", no podemos soslayar que este avance se ha acompañado de una mejor distribución de la riqueza que los mexicanos hemos generado a partir de un trabajo arduo e inteligente pero, sobre todo, unidos en aras de lograr un mejor país para nuestros descendientes.

La Ciudad de México, antes azotada por la delincuencia y la contaminación, ha vuelto a ser la Ciudad de los Palacios, la región más transparente del aire. Tan es así que, hoy celebramos el octavo año consecutivo con 365 días de aire limpio. Las épocas de los 200 IMECAS han quedado solo para los libros de historia ambiental.

Buena parte de este nuevo milagro mexicano ha sido resultado de un impresionante desarrollo tecnológico de nuestro país. Para muestra de todo lo que hemos logrado avanzar, basten solo algunos botones.

En fin, que si hace 25 años alguien nos hubiera dicho que hoy podríamos estar así, no lo hubiésemos creído.

¿ Qué sucedió ?... Como lo dije antes, nos pusimos a trabajar muy duro, de común acuerdo y pensando más en el mañana (que ya se convirtió en hoy) que en el hoy de aquellos entonces.

Varios sucesos fueron cruciales en esta transformación. Permítanme sintetizarlos de manera muy breve en lo que creo fueron los cinco principales factores de cambio, para luego comentarlos con más detalle, si el tiempo me lo permite.

Allá por 1997, las cosas no iban tan bien como esperábamos. Ya teníamos dos años de haber decidido el rumbo de la ciencia y la tecnología para el resto de ese siglo y no se veía que los avances fuesen suficientes ni en la dirección que se había planteado.

Ni la empresa privada invertía más de desarrollo tecnológico, ni se lograban colocar con agilidad los recursos financieros que se tenían disponibles para desarrollo tecnológico, ni los centros e institutos de investigación se vinculaban de manera más intensa ni definitiva con las empresas, ni había una mucho mayor producción de tecnología nacional.

Unos y otros nos seguíamos culpando de que los avances eran precarios y acusándonos de que el rumbo y las estrategias eran incorrectas, defendiendo nuestra parcela y nuestra muy particular visión.

Los años no pasan en balde. La memoria ya no me es muy fiel y no logro recordar todos y cada uno de los detalles de lo que aconteció a finales de ese 1997 cuando las cosas empezaron a cambiar para bien de todos. Sin embargo, me acuerdo de algunas personas que jugaron un papel definitivo para que se dieran ciertos eventos clave, que pienso fueron los detonadores de esta transformación.

Recuerdo muy bien al entonces director del CONACyT, al Doctor Carlos Bazdresch, que entendiendo muy bien los nuevos tiempos que se vivían en ese 1997, invitó a todos los que algo teníamos que decir y hacer en materia de desarrollo científico y tecnológico a involucrarnos en un ejercicio de prospectiva y de discusión que permitiera configurar un nuevo rumbo en esta materia.

Pienso que esa decisión tuvo que ver, en parte, con la propuesta que hizo el entonces Presidente de la República, Ernesto Zedillo, al Congreso para formular una política de Estado en materia económica.

Con el paso de los años me parece más claro lo atinado de esa decisión, porque habiendo una política económica de largo plazo, teníamos también la posibilidad de establecer un rumbo de largo plazo en materia de ciencia y tecnología.

Sin embargo, no hubo que esperar a que esa política de Estado en materia económica se definiera en su totalidad. De hecho, los trabajos en ciencia y tecnología se iniciaron -en apariencia- de manera independiente a los trabajos en materia económica, pero
convergieron muy pronto.

No se me olvida que durante varios meses hubo reuniones de trabajo con gente de todos los sectores en las que se presentaron y discutieron abiertamente propuestas muy concretas, se realizaron análisis muy profundos y profesionales de los posibles futuros a los que podíamos aspirar y acceder y se llegó a un consenso sobre lo que podíamos y deberíamos hacer es los siguientes 10 y 20 años.

No obstante, lo más significativo de todo ese esfuerzo fue la actitud y la prudencia con la que todos participamos en éllo. Nadie llegó a las deliberaciones con la idea de que su propuesta o su modelo era el bueno. Por primera vez en mucho tiempo hubo reuniones en las que nadie se sintió que estaba del otro lado de la mesa y que tenía que rebatir a los demás, o defender a la tecnología de la ciencia, ni viceversa.

El Acuerdo Nacional sobre Desarrollo Científico y Tecnológico 1998-2018 fue revisado a fines del 2000 y renovado en el 2001, y así cada seis años hasta 2018, cuando se formuló el actual Acuerdo Nacional 2018-2038, todos con la mismas tres características clave: participación, consenso y visión de largo plazo.

En los Acuerdos Nacionales no hubo una sola teoría económica, ni un solo modelo de desarrollo de la ciencia y la tecnología que se pusiera por encima de los demás. Fuimos capaces de construir una visión propia, adecuada a las particularidades de México, que combinaba de una manera armoniosa los elementos de la teoría de mercado con prioridades en ciertas áreas, así como los instrumentos de alcances general con instrumentos sectoriales más específicos y dirigidos a campos donde éramos o queríamos ser realmente buenos.

Surgieron consensos sobre cuestiones que aparentemente estaban peleadas entre sí. Se logró hacer compatible la búsqueda de la excelencia en la investigación con la libertad de investigación y con su orientación a campos muy particulares, a los que se les asignaron, siempre de común acuerdo, una mayor prioridad y mayores recursos.

Todos aportamos algo y todos renunciamos a algo. Nadie ganó todo y nadie quedó desatendido. Y así lo hemos hecho durante 25 años.

También recuerdo que por esas mismas fechas, Jaime Martuscelli, entonces Director Adjunto del CONACyT convocó a todos a opinar y proponer sobre cómo mejorar la efectividad del Sistema Nacional de Investigadores. Los resultados fueron, desde mi punto de vista, por demás importantes:

El SNI de hoy cobija a más de 400 mil Investigadores Nacionales, dos tercios del total de personas involucradas en las tareas científicas y tecnológicas, y pocos, muy pocos son investigadores con una dedicación exclusiva a la actividad científica.

También debemos reconocer la participación de los rectores y directores de Instituciones de Educación Superior en esos primeros cambios, en particular al entonces Rector de la UNAM, el Doctor Francisco Barnés de Castro, quienes impulsaron de manera decidida la vinculación de sus investigadores y profesores con empresas de todo tipo.

Sus mayores contribuciones fueron en el terreno reglamentario y administrativo, porque eliminaron todas las trabas que existían, la mayoría artificiales e innecesarias, para que esa vinculación se diera en forma fluida y expedita.

Desde ese entonces, los rectores de las instituciones de educación superior premian como nunca a los profesores e investigadores que ocupan parte de su tiempo para apoyar a las empresas que los necesitan y, desde hace muchos, muchos años no se escucha la
queja de que los contratos con una empresa se retrasaban porque el Abogado General se tardaba meses en revisarlos...

También hay que reconocerles que desde 1998 dieron pasos muy importantes para impulsar la docencia de la gestión de tecnología en todas sus instituciones, aunque yo sigo insistiendo que se le llame gerencia de tecnología, pero ya no importa. El año pasado se graduaron más de un millar de profesionales de nivel licenciatura y maestría, formados en la gerencia de los asuntos tecnológicos de empresas, centros de investigación y dependencias gubernamentales. Muchos trabajan también en el campo de la consultoría y, desde hace tiempo, desplazaron de ese bonito negocio a los viejos como yo.

La empresa privada también puso su grano de arena, empezando por las grandes compañías que rompieron la inercia, generando también un efecto multiplicador sobre las medianas y pequeñas. Basten unos cuantos ejemplos de lo que sucedió entre 1998 y el año 2000:

Los esfuerzos de estas empresas no se limitaron a desarrollar sus propias capacidades de investigación y desarrollo. También derramaron beneficios hacia empresas que eran sus proveedores y clientes a las que apoyaron para elevar su nivel tecnológico y, con éllo, como decía Michael Porter, fortalecieron la cadena de valor de sus negocios.

Con el ejemplo de las grandes, a no pocos directivos de otras empresas, sobre todo de las medianas y pequeñas, les empezó a "caer el veinte" que convenía más invertir en el talento y en el conocimiento que les servía para competir que en sus posiciones de efectivo y en valores.

Empezaron a caer en cuenta que era tan rentable tener un buen gerente de tecnología como tener un buen tesorero, que el riesgo de no contar con la tecnología adecuada -en el momento oportuno- era mayor que cualquier riesgo cambiario, o que la calidad total no se consigue con una tecnología chafa.

El primer paso de muchas empresas fue formalizar sus actividades de desarrollo tecnológico y "sacaron del closet" a los investigadores que ya tenían, pero que estaban escondidos bajo el disfraz de ingenieros de planta. El apoyo que recibieron de investigadores de universidades y de los entonces llamados Centros SEP-CONACyT les permitió evolucionar de manera rápida para convertirse en unidades de investigación, pequeñas pero mejor estructuradas y -luego- en centros de investigación y desarrollo, cuando los apoyos derivados del primer Acuerdo Nacional empezaron a fluir.

Quizá el crack bursátil de fines de octubre de 1997 les mandó la señal de que el futuro de sus negocios no estaba tanto en las manos de unos cuantos operadores del piso de remates de la Bolsa de Hong Kong o del Paseo de la Reforma, sino en lo que ellas podía construir por si mismas, incluido el desarrollo de sus propias capacidades y tecnologías.

Cabe destacar otro acontecimiento por demás trascendente que se relaciona con los centros de investigación que coordinaba el CONACyT. El CONACyT ya había iniciado una transformación de sus centros eliminando la etiqueta de científicos y de tecnológicos que habían ostentado por muchos años y que en buena medida había servido para que se desperdiciaran  valiosas capacidades de desarrollo tecnológico en tareas de investigación de corte más científico y fundamental.

Los centros y sus investigadores debían decidir la mezcla de actividades científicas y tecnológicas que les era posible realizar, y sus directores entendieron de inmediato el mensaje. Sin embargo, había dos obstáculos importantes para que esta transformación se pudiera dar. Uno de esos obstáculos era el SNI y se salvó gracias al proceso de evaluación integral que Jaime Martuscelli inició y que rindió los frutos que ya comenté.

El otro obstáculo era, como en el caso de las universidades, de carácter normativo y administrativo, en donde la Secretaría de la Contraloría desempeñaba el papel de villano. Sin duda, en esos tiempos, México padecía la peste de la corrupción en muchos órdenes y era explicable que existiera una dependencia encargada de prevenirla.

Un entendible -pero nada justificable- celo sobre el cumplimiento de la normatividad impedía a los directores de los centros tomar decisiones oportunas y adecuadas sobre el manejo de sus recursos, sobre todo cuando se trataba de hacer uso de los ingresos derivados de contratos con las empresas, si un año o varios meses antes no habían previsto lo necesario en gastos de viaje, contratación de terceros, o en estímulos adicionales a sus investigadores, cuyos sueldos -sin las becas del SNI- daban pena.

Para colmo, la mayor parte de las reuniones de consejo directivo de los centros se ocupaban en responder y resolver cuestiones administrativas y normativas que de la discusión y de la definición de los rumbos y las estrategias de los centros.

Este asunto formó parte importante de la agenda para discutir y formular el Acuerdo Nacional sobre Ciencia y Tecnología y, afortunadamente, con el consenso y la aprobación de todas las partes -incluida la Contraloría- se generó un nuevo marco legal para las instituciones de investigación del sector público que fue aprobado por el Congreso.

Los resultados fueron inmediatos. La facturación a usuarios de la industria y el nivel de autosuficiencia de los Centros se elevaron rápidamente. En unos cuantos años, sus ingresos dejaron de gravitar en el presupuesto federal.

Todos estos avances no fueron obra de la casualidad, sino de que se logró establecer un ambiente propicio para que los empresarios tomaran las decisiones correctas y empezaran a invertir más y más en su propio desarrollo tecnológico.

Por éso digo que hace 25 años se empezó aplanando la cancha, y en ésto hay que reconocer también la contribución de los entonces Secretarios de Hacienda, Guillermo Ortiz,  y de Comercio y Fomento Industrial, Herminio Blanco.

Ellos dos, en forma atinada y decidida, escucharon y atendieron el llamado hecho por los empresarios para establecer un tratamiento de carácter fiscal y financiero que eliminara obstáculos a la modernización tecnológica de las empresas y equiparara las condiciones con las que competían en los mercados internacionales.

El primer paso se dió cuando a ambos funcionarios se les hizo ver que la propia Ley del Impuesto sobre la Renta impedía que la política de modernización tecnológica propugnada por la entonces SECOFI pudiera materializarse, porque imponía topes a la
inversión de investigación y desarrollo de las empresas mexicanas.

Si éstas querían destinar a las actividades de investigación y desarrollo más allá del 1.5 por ciento de sus ingresos, tenían solo de dos sopas: o tomaban parte de sus utilidades después de impuestos para financiar el excedente de ese 1.5 por ciento, o lo simulaban para poder hacer deducibles todos esos gastos.

Recuerdo que en esos tiempos alguien decía que era increíble que la ley tuviera la manga tan ancha para permitir que una empresa hiciera deducible hasta el 15 por ciento de sus ingresos si se trataba de pagos por regalías (muchas veces de una tecnología extranjera) y tan estrecha como para impedirle el deducir solo una décima parte de éso, el famoso 1.5 por ciento, si era para desarrollo tecnológico propio.

Si la memoria no me falla, en la miscelánea fiscal de 1998 se corrigió esta situación.

Parece que ésto fue la piedra de toque que permitió un diálogo más abierto y franco con las autoridades hacendarias, porque en 1998 se logró un acuerdo trascendental en cuestiones fiscales y financieras relacionadas con desarrollo tecnológico.

En el marco de los acuerdos establecidos por México con la Organización Mundial de Comercio y con otros países, se acordaron estímulos de carácter fiscal y financiero que ponían en condiciones de equidad a las empresas mexicanas respecto de sus competidores en el resto del mundo. Fue un proceso arduo en el que la voluntad y la gran disposición de ambos Secretarios y de sus equipos de trabajo, así como la colaboración de los representantes de las empresas y de otras entidades gubernamentales, con el CONACyT como su principal exponente, rindió beneficios para todas las partes.

No todos los estímulos fiscales y financieros que hoy existen se establecieron de golpe ni desde el mero principio. Empezamos con aquellos que resultaran menos complicados de instrumentar y que minimizaran cualquier impacto adverso en las finanzas públicas, pero que -a la vez- tuvieran un efecto directo en la actividad tecnológica de las empresas.

Hoy, en 2022, esos estímulos fiscales y financieros se han perfeccionado al grado que no representan una carga para el erario, sino todo lo contrario. El último reporte de la Secretaría de Hacienda indica que la cuenta fiscal en ciencia y tecnología arroja un superávit equivalente a 0.25 por ciento del producto interno bruto, como resultado de una mayor recaudación del impuesto sobre la renta derivado de la introducción de nuevos productos y de innovaciones en los procesos de las empresas que mantienen una mayor actividad tecnológica, así como de la exportación de tecnología.

En resumen, lo que hoy estamos viviendo es resultado de lo que se empezó a hacer entre 1997 y 2000, y de lo que se mantuvo y acrecentó en los siguientes 22 años.

En la memoria de quienes hemos sobrevivido estos cinco lustros no nos queda un solo recuerdo desagradable de golpes de timón a esa política de largo plazo en materia de ciencia y tecnología que se empezó a gestar a finales del siglo pasado, sino mas bien adiciones y mejoras a lo largo de un camino que costó mucho trabajo trazar y que se ha logrado mantener sin apartarnos de la visión fundamental.

Si hoy tenemos un México que se distingue por un desarrollo tecnológico sólido y pujante, en mucho se lo debemos a quienes tomaron las primeras decisiones clave con las que rompimos la inercia que habíamos arrastrado por muchos años, así como a todos aquellos funcionarios, investigadores, empresarios y personas que los apoyaron en la gran tarea de consolidarlo y acrecentarlo durante 25 años.

Por desgracia, no todo en México ha cambiado para bien, sino al contrario. Hay cosas que han ido empeorando año con año, porque todavía existen grupos y personas que se sienten dueños de todo y poseedores de la verdad absoluta.

Hace 25 años que el América no gana un campeonato, pero sigue contratando un entrenador extranjero cada temporada. Bora Milutinovic es el entrenador vitalicio de la Selección Nacional y, por cuarta ocasión, nos eliminaron del Mundial de Futbol, ahora a manos del nuevo gigante de CONCACAF:

Belice...
 
 

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